miércoles

REFLEXIONES DE UN SOLITARIO

Aquella mañana me había levantado de un humor espantoso. Puede que hubiese tenido alguna pesadilla que no lograba recordar y que había marcado mi ánimo para el resto del día; o puede que no. Lo único seguro es que salí de mi casa rumbo a la cafetería más cercana con la vaga esperanza de que el café diera un giro a mi deplorable estado.
 El desayuno me esperaba a un kilómetro escaso de distancia, pero la perspectiva de caminar bajo un sol de justicia, como el que hacía aquel día, me hizo esbozar una mueca de desagrado antes de comenzar el trayecto. Además, siempre cabía la incómoda posibilidad de toparme con un conocido inoportuno que ardiera en deseos de abrumar con decenas de frases vacías a algún incauto solitario. Recordé a un par de personas que encajaban con esa descripción y un profundo sentimiento de repulsa me invadió hasta casi provocarme el llanto.
¡Era increíble el calor que hacía!. No podía explicarme cómo me había decidido por aquella enorme chaqueta de lana azul sin asomarme a la ventana y fijarme en la sofocante y mas evidente presencia del astro rey. Me despojé de ella sin dejar de caminar, pues sentí una necesidad imperiosa de llegar a mi destino, y me lamente sin palabras de la penosa tarea de cargar con la endemoniada chaqueta.
Era una sensación nauseabunda. Una tristeza sutil pero firme me atenazaba la garganta. Incluso un gato que se cruzó en mi camino a toda velocidad, haciendome perder menos de 10 segundos en mi paseo, se me antojó una terrible jugarreta del destino que se burlaba de mí con un sentido del humor macabro.
Me distraía recordando eventos de mi vida pasada, evocando sin excepción los más ridículos, lamentables e indignantes. Era miserable e infame. Si alguna vez me había sentido orgulloso o feliz, en aquel momento vi claro como el agua que había sido una ilusión, un autoengaño, una mentira.
La luz solar me hería los ojos; los objetos, por muy lejos que se encontraran, parecían dificultar mi paso, y a cada nueva reflexión hallaba una razón más para dar la vuelta, volver a mi casa y consumirme en mi desdicha mientras cerraba puertas y ventanas. Oscuridad y soledad eran mi única posibilidad de salir indemne de aquel fatídico día. Anticipaba con férrea seguridad la inminente llegada de un percance fatal e inevitable.
A la entrada de la cafetería, una niña de unos seis años jugaba con un yo-yó. Mis pasos debieron alertarla, porque apretó el objeto dentro de su mano y me miró directamente a la cara. Tuve que pararme y observar: estaba apoyada justo en la puerta. Tenía un vestido de verano azul celeste con encajes blancos, de esos que las madres ponen a sus pequeñas para pasear lejos de casa. Su cabello era de un negro muy intenso. Me sonrió. No se movió ni un centímetro y esbozó una sonrisa amplia, totalmente exenta de vergüenza. Por un momento, menos de un segundo. Me di la vuelta y me fui.
¡Increible!. Debía volver a mi casa, desandar el camino andado con un calor más agobiante si cabe, sólo porque una mocosa había decidido, entre sus juegos inconexos y estúpidos, no dejarme entrar a la cafetería. ¡Mis sospechas confirmadas!. Nunca debí haber salido en un día como aquel.
Abrí la puerta con rabia, la cerré tras de mi y me tumbe en el sofá. ¡Qué hundido me encontraba!.
Imaginé a la pequeña reanudando su juego, sin inmutarse siquiera por mi marcha. Los recuerdos del día recién comenzado se sucedieron con rapidez. Me había sonreído. No era una confabulación en mi contra, ni una prueba que tuviera que superar: era sólo una causalidad. Tuve al alcance de mi mano la oportunidad de cambiarlo todo, de sonreír, aunque fuese austeramente, para luego carcajearme pensando en que una niña de seis años había desarmado por azar un entramado de rencor generalizado que, por otra parte, no tenía ningún sentido, ningún desencadenante. Sin embargo, un momento antes no habría dudado en asegurar que todo aquello seguía una lógica perfecta, un plan contra mi persona.
Si yo le hubiese sonreído también, hubiera entrado con ella a la cafetería y le habría comprado un dulce, y ella continuaría su mecánica diversión con el yo-yó; mientras, yo tomaría mi café. Mi día habría cambiado. Me podría haber liberado de la ansiedad que me oprimía el pecho.

Pero ya era tarde, no podía olvidar lo ocurrido. Ahora, aquel instante sólo servía para hacerme sentir desdichado y para recordarme que nada saldría bien aquel día.

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